OLOR A PUERTO
La literatura universal tiene en el libro ‘Por el camino de Swann’ del escritor francés Marcel Proust, uno de sus episodios más sugerentes: la remembranza de la niñez a través del paladeo de una magdalena. Todos tenemos sabores que nos devuelven al pasado, pero en muchos casos un olor es el que nos puede devolver a la infancia o algún momento especial de nuestras vidas. Algunos olores permanecen en la mente grabados como códigos de barras en las botellas de buen vino, son sinónimos de recuerdos y nostalgias que sabemos muy bien que no volveremos a vivir.
El refranero popular nos dice que “si el mar fuera vino, todo el mundo sería marino”, mar y vino, ni lo uno ni lo otro. Esos olores van desapareciendo paulatinamente de nuestra memoria sensitiva, la industria especializada está arrasando hasta con las fragancias que dan seña de identidad a una ciudad como la nuestra. El aroma a vino que inundaba cada una de las estrechas callejuelas portuenses, ha desaparecido delante de nuestras propias narices casi sin darnos cuenta. El Puerto, ciudad de olor a vino sutil y sabor delicado, huele ahora a goma quemada en alquitrán recién colocado, que gentilmente costeamos muchos... para que lo destrocen muchos pocos. El Puerto, ciudad con aroma a las mijitas del freidor del gallego, ya no tiene tampoco olor a puerto pesquero mezclado con viento de levante, se ha perdido como se perdió el de achicoria que emanaba de La Giralda e inundaba los entresijos de la calle Luna.
Los portuenses no somos piezas únicas dentro del universo, y aunque algunos mendiguemos buscando el tiempo perdido por los rincones de las siete esquinas, sabemos de sobra que la naranja mecánica está muy bien asentada entre nosotros desde hace más de una década. Los melómanos andan desempolvando la novena sinfonía de Beethoven en disco de vinilo, para celebrar la entrada de la primavera bajo palio, y embriagarse con el eterno olor a azahar que de momento no han logrado piratearnos. El fiel de la balanza que porta en su mano la mujer coronada, está al caer, y el Cristo del Amor sorprendido con las oraciones de las monjitas que no saben muy bien de qué va la cosa.
El Puerto ahora husmea por el olor a la naftalina de los armarios, por el olor a billete nuevo, por el olor a la gomina barata de los nuevos ricos que enferman de repente, por el olor de la bolsa de basura que no sacamos ayer, por el olor de... Aunque todavía nos queda la mayor, los mendigos de las siete esquinas albergamos la esperanza de que perdure el aroma a retama y eucalipto, a aire de mar y salitre, a pared recién encalada, a café de Los Pepes, a bizcotela de La Perla, a caracoles de El Brillante, a juguete antiguo de Las Novedades, a pescao fresco de Ventura, y también a la pequeña Ariadna que nació ayer casi sin darse cuenta. Amanece sobre El Puerto y que salga el Sol por donde quiera.
Manolo Morillo · manolomorillo@hotmail.com
El refranero popular nos dice que “si el mar fuera vino, todo el mundo sería marino”, mar y vino, ni lo uno ni lo otro. Esos olores van desapareciendo paulatinamente de nuestra memoria sensitiva, la industria especializada está arrasando hasta con las fragancias que dan seña de identidad a una ciudad como la nuestra. El aroma a vino que inundaba cada una de las estrechas callejuelas portuenses, ha desaparecido delante de nuestras propias narices casi sin darnos cuenta. El Puerto, ciudad de olor a vino sutil y sabor delicado, huele ahora a goma quemada en alquitrán recién colocado, que gentilmente costeamos muchos... para que lo destrocen muchos pocos. El Puerto, ciudad con aroma a las mijitas del freidor del gallego, ya no tiene tampoco olor a puerto pesquero mezclado con viento de levante, se ha perdido como se perdió el de achicoria que emanaba de La Giralda e inundaba los entresijos de la calle Luna.
Los portuenses no somos piezas únicas dentro del universo, y aunque algunos mendiguemos buscando el tiempo perdido por los rincones de las siete esquinas, sabemos de sobra que la naranja mecánica está muy bien asentada entre nosotros desde hace más de una década. Los melómanos andan desempolvando la novena sinfonía de Beethoven en disco de vinilo, para celebrar la entrada de la primavera bajo palio, y embriagarse con el eterno olor a azahar que de momento no han logrado piratearnos. El fiel de la balanza que porta en su mano la mujer coronada, está al caer, y el Cristo del Amor sorprendido con las oraciones de las monjitas que no saben muy bien de qué va la cosa.
El Puerto ahora husmea por el olor a la naftalina de los armarios, por el olor a billete nuevo, por el olor a la gomina barata de los nuevos ricos que enferman de repente, por el olor de la bolsa de basura que no sacamos ayer, por el olor de... Aunque todavía nos queda la mayor, los mendigos de las siete esquinas albergamos la esperanza de que perdure el aroma a retama y eucalipto, a aire de mar y salitre, a pared recién encalada, a café de Los Pepes, a bizcotela de La Perla, a caracoles de El Brillante, a juguete antiguo de Las Novedades, a pescao fresco de Ventura, y también a la pequeña Ariadna que nació ayer casi sin darse cuenta. Amanece sobre El Puerto y que salga el Sol por donde quiera.
Manolo Morillo · manolomorillo@hotmail.com
Desde la Calle de la Luna
Diario de Cádiz
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