LA CÁSCARA AMARGA
El pasado 21 de marzo se celebró el día internacional contra el racismo y la xenofobia. La ciudadanía española suele jactarse de no ser racista ni incurrir en lo que llamamos prácticas xenófobas. Cuando alguien levanta el dedo acusador sobre nosotros, rápidamente tiramos de memoria histórica y recordamos los difíciles años de la posguerra en la primera mitad del siglo XX, en los que la jambre y la falta de medios básicos de subsistencia empujaron a un buen número de familias españolas, a la incierta emigración hacia determinados estados de Centroeuropa y América Latina. Tan sólo la solidaridad de países amigos del Régimen y la interesada de los yankees por aquello de la situación estratégica de nuestro país, palió en cierta medida las miserias de una parte de España, porque a la otra parte –la derrotada- ni siquiera le llegaban las migajas de la tan cacareada leche en polvo. En aquella época la xenofobia la practicábamos con nuestros propios conciudadanos, y probablemente estuviera hasta bien vista. Permítanme este quejío.
Aun siendo El Puerto una ciudad apegada a la mar, con toda la sabiduría, hospitalidad y cosmopolitismo que esta situación supone, parece que las malas prácticas como casi siempre, se nos adhieren antes y con más fuerza que la solidaridad con el propio ser humano. Basta con que una noche decidamos tomar unas copas por el amplio abanico de locales nocturnos habilitados al efecto, para que seamos testigos no sin sorpresa e indignación de la exclusión tácita en algunos de estos locales, de trabajadores inmigrantes sudamericanos. El poder de humillar no tiene límites, la memoria colectiva parece que sí. También suele ser de uso habitual en nuestro querido Puerto entre familias pudientes que nos visitan de verano en verano, y que se ubican en urbanizaciones llamadas de alto standing, la contratación de familias enteras de inmigrantes a tiempo completo -24 horas sin descanso- para la realización de las tareas propias del hogar. Algunas de estas ‘contrataciones’ se realizan a la antigua usanza, de palabra, o sea con menos papeles que un conejo de campo. Y para rematar la faena e imitando a la abolida Ley de Paso sudafricana, los más jartibles de la Feria de Primavera que año tras año dedica El Puerto a la cultura del vino, cuando nos retiramos después de bebernos la parte que nos toca, vislumbramos esquivando la mirada entre luces y sombras, las pizpiretas y cansadas figuras de personas bajitas, morenas y con rasgos andinos, que se aprestan a guardarnos las casetas de la alegría por unos cuantos euros de color negro. La cáscara amarga en mi pueblo no sólo la tienen las naranjas de la Plaza Perá. Amanece sobre El Puerto y que salga el Sol por donde quiera.
Aun siendo El Puerto una ciudad apegada a la mar, con toda la sabiduría, hospitalidad y cosmopolitismo que esta situación supone, parece que las malas prácticas como casi siempre, se nos adhieren antes y con más fuerza que la solidaridad con el propio ser humano. Basta con que una noche decidamos tomar unas copas por el amplio abanico de locales nocturnos habilitados al efecto, para que seamos testigos no sin sorpresa e indignación de la exclusión tácita en algunos de estos locales, de trabajadores inmigrantes sudamericanos. El poder de humillar no tiene límites, la memoria colectiva parece que sí. También suele ser de uso habitual en nuestro querido Puerto entre familias pudientes que nos visitan de verano en verano, y que se ubican en urbanizaciones llamadas de alto standing, la contratación de familias enteras de inmigrantes a tiempo completo -24 horas sin descanso- para la realización de las tareas propias del hogar. Algunas de estas ‘contrataciones’ se realizan a la antigua usanza, de palabra, o sea con menos papeles que un conejo de campo. Y para rematar la faena e imitando a la abolida Ley de Paso sudafricana, los más jartibles de la Feria de Primavera que año tras año dedica El Puerto a la cultura del vino, cuando nos retiramos después de bebernos la parte que nos toca, vislumbramos esquivando la mirada entre luces y sombras, las pizpiretas y cansadas figuras de personas bajitas, morenas y con rasgos andinos, que se aprestan a guardarnos las casetas de la alegría por unos cuantos euros de color negro. La cáscara amarga en mi pueblo no sólo la tienen las naranjas de la Plaza Perá. Amanece sobre El Puerto y que salga el Sol por donde quiera.
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