SABOR A FERIA
La Feria, nuestra Feria de Primavera es como un poema de sabor clásico que paladeamos durante trescientos sesenta días al cabo de un año, y que consigue saciar nuestro ánimo más lúdico, en tan sólo cinco, de sensaciones dispares que luego quedan almacenadas en el disco duro de la nostalgia. El forastero no siente las miradas inquisidoras de los pueblos del Oeste, aquí los tiros son con escopetas de caña y premio de arropía arrepentida. Por unos días nos convertimos en gastronómadas de nuestros propios sabores, y conseguimos el milagro de la digestión continua a fuerza de la cleptomanía de un estómago, en algún caso poco agradecido, y en otros, excesivamente abultado por condumio de baracalofi. Dicen los entendidos que cada uno cuenta la Feria según le va, por eso disfrutamos en El Puerto de tantas ferias distintas que al final se convierten en una sola verdadera, como la Triniá de la copla. Cuando hablamos de la Feria en pasado, hablamos de las vivencias acaecidas en el global de nuestra existencia, y aducimos pruebas o razones a favor de la causa, como buenos encargados de organizar nuestros mejores recuerdos. Rara vez nos abstraemos de nuestras sensaciones más agradables y dejamos de atenderlas por entregarnos a la consideración de lo que tenemos en el pensamiento. La Feria particular de cada uno evoluciona en función de la edad que cumplimos, y que transformamos con inteligencia a nuestro antojo. Cuando eres chiquillo cuentas los días que faltan, y cuando llega, no comprendes por qué es tiempo exclusivo de pábulo y baile. Te despiertas temprano con la cantinela del ‘vámonos pa la Feria’, y de la mano de tus inventores te ves pescando patos amarillos entre el mercadeo de monedas y llaveros del Rácing Club. El algodón dulce se convierte en perfecto camuflaje ante la horrible y desgarbada bruja de los escobazos, siempre suplantada por el último operario mal vestido de una estación sin nombre ni apellidos. El último cacharro se resiste, nuestros aires de grandeza y pequeño porte, nos impiden el éxtasis del ‘carro las patás’ o la montaña con nombre de ensaladilla. Papá llévame a casa que no puedo más. Pero ese cansancio se vuelve guerrero cuando las espinillas asoman con frescura rebelde, y las muchachas no se dejan tirar del pelo ni juegan al pincho en albero mojado con agua de coco. Que nadie me diga lo que debo o tengo que hacer, ya soy mayor y la noche es mía. Mi Feria, ahora, son cinco sábados seguidos de botellona ganada a pulso con el sudor de las rabonas y el desenfreno de mi mocoso descaro adolescente. El rey de copas empeña la partida en la tómbola de la supervivencia, y el ‘cacique’ de turno acaba con toda la tribu. Mañana será otro día. Sin pedirte la vez, ese mañana se te cuela por las goteras prefabricadas a golpe de zoleta con cara de media botella, y acaba de un plumazo envuelto en faralaes con el algodón dulce, el tren de los escobazos y el ‘carro las patás’, que para colmo se quedó para siempre en cacharro viejo, abandonado a su mala suerte en una feria cualquiera de un pueblo olvidado de esos. Tantas ferias distintas y una sola verdadera, como la Triniá de la copla. Pero ésta señores, no lo olviden, es la Feria de El Puerto.
Manolo Morillo - manolomorillo@hotmail.com
Suplemento especial de la Feria de Primavera y del Vino Fino
Diario de Cádiz
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